Este es un tema que me es difícil tocar, en espacial porque creo que todo mi entorno tiene una visión sumamente estricta y hegemónica de la familia. Deje de creer hace tiempo que uno tiene que aclarar que no lo dice por todo el mundo, o que adentro del concepto “familia” hay claras excepciones. Pero por las dudas, aclaro, que los textos que escribo son basados en experiencias pasadas.
La familia no se elige, a menos no en la que nacemos, eso está claro. Es por ello por lo que me costó desprenderme de esa idea de revista de lo que tendría que ser mi familia. Porque claramente no lo es. Fue en un momento donde una persona muy cercana me rompió el corazón con sus palabras, que me di cuenta de esto.
¿De qué? Bueno, de que las personas que más te “aman” también pueden ser las que más te lastiman. En mi caso, no fue por cuidarme, fue por defenderse, por refugiar su propio corazón lleno de heridas.
Eso me abrió los ojos, me hizo ponerme a estudiar y a aprender sobre psicología, para poder comprender ¿por qué las personas eran malas? Fue duro, en espacial cuando todas las pruebas indicaban que yo era buena, que no le había hecho nada a nadie. Me dolió darme cuenta que ni siquiera los buenos actos alcanzan cuando alguien está dañado y solo busca hacerle daño a los demás. Fue muy difícil entender que no era mi culpa, que aunque sus palabras y su odio fueran dirigidos con fervor hacia mi, no era yo a la que en realidad le estaba hablando. Era a su dolor, al propio, al que alguien más le hizo.
Buscaba liberarse, buscaba sacar todo ese dolor que le habían propiciado. Y fue conmigo. Y con mi mamá. Y con mis hermanos. Con nosotros se desquitó, por todo.
Me acuerdo todavía como si fuese ayer, de las veces que llorando me preguntaba el por qué, hoy que sé más sobre la mente, comprendo que uno no siempre elige el cuando, el como y muchos menos el por qué. Sucede. Pero en mi adolescencia, que nunca sentí como tal, fue que tuve que cambiarme de vereda. Que tuve que aceptar que la vida era eso. Pagar los platos rotos que no rompimos. Quién sabrá por qué.
Retomo esta frase, pagar los platos rotos que nosotros no rompimos. Me acuerdo de su mirada, de su odio, sus gritos. Todavía puedo sentir como se iba rompiendo mi corazón, como me sentía sola, como tuve que aprender a lidiar con un miedo constante de tener que ver y tener cerca a esa persona.
Tuve miedo. Durante mi adolescencia pasé los peores años de mi vida. Nunca estuve sola, pero me sentía sola. Pensaba en posibles escenarios futuros y todos eran catastróficos. Hasta que un día llegó uno que no me había imaginado jamás. No se cruzó por mi cabeza. Me destruyó. Fue un balde de agua fría en una primavera cálida. Sentí alivio. Podía ver el cambió que se acercaba. Pero el fantasma de aquellos años me seguía atormentando. No había luz. Me repetía “lo mejor está por venir”, pero no lo creía.
Me arrodillé y ahí estábamos, los dos. Él y yo, en un silencio que solo se interrumpía por el sonido de mi llanto. No dije ni una palabra, no lo necesité, porque Él ya lo sabía todo. Lo descubrí llorando conmigo. Sintiendo mi dolor. Sabiendo mejor que nadie que estaba haciendo lo posible por no rendirme. Que estaba luchando con una realidad que no entendía. Que estaba esforzándome por aprender, por entender, por buscar la motivación para salir adelante. Me rodeó de amigos, me regalo a la persona más buena del mundo para que fuera mi espacio seguro. Me cuidó y me contuvo. Las cosas no iban a mejorar. Se iban a poner peor. Él lo sabía. Por eso no me dejó sola. Él sabía que nada de lo que sucediera en adelante iba a ser mejor. Por eso me cubrió las espaldas. Por eso me cubrió el corazón. Porque sabía que iba a ser mucho más fuerte el dolor. Porque sabía que iba a tener que ser valiente. Porque sabía, que me iban a lastimar de nuevo, sabía que ya no tenía fuerzas. Sabía que ya no iba a poder pelear. Sabía que iba a aguantar, porque no quería dejar el camino a la mitad, bueno, a menos de la mitad. Él sabía mejor que nadie que iba a ser esclava de una realidad absurda. Él sabía que yo todavía no tenía las herramientas para hacerlo. Todavía no sabía cómo encontrar el espacio para salir de ese dolor.
Por eso cuando me fui, cuando salí de la casa de mi nueva “familia” y entré en la casa de mi familia de verdad, supe que Él no había tenido la culpa de nada. Y que durante el dolor más grande de toda mi vida, me construyó una red que me iba a rescatar cuando sintiera que ya no había salida.
Nunca me sentí fuerte. Me sentía conectada a Él. Fue mi esperanza, mi luz y mi guía. Fue mi roce y refugio. Fue Dios. Todo el tiempo. Aunque no me diera cuenta.
Me sentía sola. Sentía que todo lo que había pasado era injusto. Todavía lo creo aunque ya no me siento sola. Todavía tengo respuestas atragantadas en la garganta y en la mente. Todavía tengo enojos reprimidos que cada tanto afloran en forma de soliloquio cuando lavo los platos. Hay canciones que ya no escucho, porque me duelen. Hay lugares a los que ya no voy, porque ya no son mi casa. Hay personas que ya no veo, personas adultas, personas que deberían haber sido todo lo que no fueron. ¿Por qué? Porque elegí. Elegí que ya no quería entenderlas. Elegí que no quería que me miraran a los ojos como si nada hubiese pasado. Ya no quería escuchar mentiras. Ya no quería seguir creyendo que yo había sido la mala y que todos eran las víctimas.
Nunca me sentí víctima. Sí me sentí triste. Sí perdí mucho durante todo ese tiempo. Hoy miro hacia atrás, con la certeza de que durante mucho tiempo, no me sentí protegida, amada, cuidada por mi propia familia.
Escribir está siendo mi forma de sanar. Como dijo Tini Stoessel “cerrando y abriendo heridas, de eso se trata la vida”.
Repito, nunca me sentí víctima. No lo siento ahora. Todo lo que pasé, sea justo o no, me trajo hasta acá. Espero que esto te ayude a ver que no estás solo.
Este es el texto más personal que he escrito en mucho tiempo. Si sentís que conectaste con este el, podes suscribirte a mi Newsletter para leer más ❤️.
Te quiero y gracias por llegar hasta acá. ❤️
Pauly ❤️